Si
nosotros, los que no creemos en la violencia y procuramos rehuir sus
exigencias, hemos de admitir, no obstante, que no existe el progreso
y que el mundo es gobernado, hoy como ayer, por los ambiciosos de
poder y los déspotas, bien podemos llamarlo trágico, si nos gustan
las bellas palabras. Vivimos rodeados de los aparatos del poder y
de la violencia, con frecuencia rechinándonos los dientes, de rabia,
o a punto de caer en una desesperación mortal (usted ya supo lo que
era eso, en Stalingrado), tenemos sed de paz de belleza, de libertad
para los vuelos de nuestra alma, y a veces desearíamos que a esos
inventores de las bombas atómicas se les dispararan antes de hora
sus máquinas infernales... y, sin embargo no dejamos florecer totalmente
nuestra indignación ni nuestros deseos, porque sentimos, en nuestro
interior, que nos está prohibido emplear violencia contra la violencia.
Nuestra indignación y aquellos deseos perversos nos demuestran la
división del mundo humano en bueno y malo no es clara, que la maldad
no reside solamente en los ambiciosos y violentos, sino también en
nosotros, que nos sabemos pacíficos y llenos de buena voluntad. No
cabe duda de que nuestra indignación es "justa". Lo es. Pero hace
que nosotros, que despreciamos el poder, lo deseemos por unos instantes
para poner fin a tanto abuso e impedir tanto disparate. Nos avergonzamos
de estos instintos y, aun así, no podemos evitar volver a tenerlos.
También nosotros participamos en lo malo y en las guerras de este
mundo. Y tantas veces como nos demos viva cuenta de esta pertenencia,
tantas veces como tengamos que avergonzarnos de ella, comprenderemos
con toda claridad que los gobernantes del mundo no son demonios, sino
hombres, y que no hacen o permiten el mal por maldad, sino que actúan
llevados por una especie de ceguera e inocencia.
Estas contradicciones no se solucionan pensando. El mal existe en
el mundo. Existe en nosotros y parece unido a la vida de manera inseparable.
No obstante, la parte alegre y bonita de la naturaleza, la parte alegre
y bonita de la historia de la humanidad nos habla, nos consuela y
hace felices con una voz que domina todo lo demás, nos advierte del
peligro, nos emociona e introduce, con su soplo, algo de esperanza
en nuestra vida que tan falta de esperanza parece. Y del mismo modo
que nosotros, los amantes de la paz, no estamos libres de maldad,
confiemos en que también los otros tengan la posibilidad de entrar
en razón y despertar al amor.
Hermann
Hesse

Es
una noche de verano y todo está abierto de par en par. A1 volver en
el metro a buscarla, todo el pasado desfila caleidoscópicamente. Esta
vez he dejado el libro en casa. Ahora vuelvo a buscar a una gachí
y no pienso en el libro. Vuelvo a estar a este lado del límite, y
a cada estación que pasa volando
mi
mundo se va volviendo cada vez más diminuto. Para cuando llego a mi
destino, soy casi un niño. Soy un niño horrorizado por la metamorfosis
que se ha producido. ¿Qué me ha pasado, a mí, un hombre del distrito
14, para bajar en esta estación en busca de una gachí judía? Supongamos
que le eche un polvo efectivamente; bueno, ¿y qué? ¿Qué tengo que
decir a una chica así? ¿Qué es un polvo, cuando lo que busco es amor?
Sí, de repente cae sobre mí como un tornado... Una, la muchacha que
amo, la muchacha que vivía aquí, en este barrio, Una de ojos azules
y pelo rubio, Una que me hacía temblar sólo de mirarla, Una a quien
temía besar o tocarle la mano siquiera. ¿Dónde está Una? Sí, de pronto
ésa es la pregunta candente: ¿Dónde está Una? Al cabo de dos segundos
me siento completamente desalentado, completamente perdido, desolado,
presa de la angustia y la desesperación más horribles. ¿Cómo pude
dejarla marchar? ¿Por qué? ¿Qué ocurrió? ¿Cuándo ocurrió? Pensé en
ella como un maníaco noche y día, año tras año, y después, sin advertirlo
siquiera, va y desaparece de mi mente, así como así, como una moneda
que se te cae por un agujero del bolsillo. Increíble, monstruoso,
demencial. Pero, bueno, si lo único que tenía que hacer era pedirle
que se casara conmigo, pedir su mano... y nada más. Si lo hubiera
hecho, ella habría dicho que sí inmediatamente. Me amaba, me amaba
desesperadamente. Pues, claro, ahora lo recuerdo, recuerdo cómo me
miraba la última vez que nos encontramos. Me estaba despidiendo porque
salía aquella noche para California, dejando a todos para iniciar
una nueva vida. Y en ningún momento tuve intención de hacer una nueva
vida. Tenía intención de pedirle que se casara conmigo, pero la historia
que había concebido como un bobo salió de mis labios con tanta naturalidad,
que hasta yo me la creí, así que dije adiós y me marché, y ella se
quedó la mirándome y sentí que su mirada me atravesaba de parte a
parte. La oí lamentarse por dentro, pero seguí caminando como un autómata
y al final doblé la esquina y se acabó todo. iAdiós! Así como así.
Como en estado de coma. Y lo que quería decir era: iVen a mí! iVen
a mí porque no puedo seguir viviendo sin ti!
Me siento tan débil, tan inseguro, que apenas puedo subir las escaleras
del metro. Ahora sé lo que ha ocurrido: ihe cruzado la línea divisoria!
Esta Biblia que he llevado conmigo es para instruirme, para iniciarme
a una nueva forma de vida. E1 mundo que conocí ya no existe, está
muerto y acabado, eliminado. Y todo lo que yo era ha quedado eliminado
con él. Soy un cadáver que recibe una inyección de nueva vida. Estoy
radiante y resplandeciente, entusiasmado con nuevos descubrimientos,
pero el centro todavía es de plomo, es escoria. Me echo a llorar...
ahí mismo en las escaleras del metro. Sollozo en alto, como un niño.
Ahora caigo en la cuenta con toda claridad: iestás solo en el mundo!
Estás solo... solo... solo. Es penoso estar solo... penoso, penoso,
penoso, penoso. No tiene fin, es insondable, y es el destino de todos
los hombres en la tierra, pero sobre todo el mío. Otra vez la metamorfosis.
Todo vuelve a tambalearse y a amenazar ruina.
Vuelvo
a estar en el sueño, el doloroso, delirante, placentero, enloquecedor
sueño de más allá del límite. Me encuentro en el centro del solar
vacío, pero no veo mi casa. No tengo casa. E1 sueño era un espejismo.
Nunca hubo una casa en medio del solar vacío. Por eso es por lo que
nunca pude entrar en ella. Mi casa no está en este mundo, ni en el
siguiente. Soy un hombre sin casa, sin amigo, sin esposa. Soy un monstruo
que pertenece a una realidad que todavía no existe. Ah, pero sí existe,
existirá, estoy seguro de ello. Ahora camino rápidamente, con la cabeza
gacha, musitando para mis adentros. Me he olvidado de la cita tan
completamente, que ni siquiera advertí si pasé delante de ella o no.
Probablemente así fuera. Probablemente la miré a la cara y no la reconocí.
Probablemente tampoco ella me reconociese. Estoy loco, loco de dolor,
loco de angustia. Estoy desesperado. Pero no estoy perdido. No, hay
una realidad a la que pertenezco. Está lejos, muy lejos. Puedo caminar
desde ahora hasta el día del juicio con la cabeza gacha sin encontrarla
nunca. Pero está allí, estoy seguro de ello. Miro a la gente con expresión
asesina. Si pudiera tirar una bomba y hacer saltar todo el barrio
en pedazos, lo haría. Me sentiría feliz viéndolos volar por el aire,
mutilados, dando alaridos, despedazados, aniquilados. Quiero aniquilar
la tierra entera. No formo parte de ella. Es una locura del principio
al fin. Todo el tinglado. Es un enorme trozo de queso rancio con gusanos
que lo pudren por dentro. iA tomar por culo! iVuélalo en pedazos!
Mata, mata, mata: mátalos a todos, judíos y gentiles, jóvenes y viejos,
buenos y malos...
Henry
Miller

En mi tumba que es mi memoria la veo ahora enterrada a ella, a la
que amé más que a nadie, más que al mundo, más que a Dios, más que
mis propias carne y sangre. La veo pudrirse en ella, en esa sanguinolenta
herida de amor, tan próxima a mí que no la podría distinguir de la
propia tumba. La veo luchar para liberarse, para limpiarse del dolor
del amor, y sumergirse más con cada forcejeo en la herida, atascada,
ahogada, retorciéndose en la sangre. Veo la horrible expresión de
sus ojos, la lastimosa agonía muda, la mirada del animal atrapado.
La veo abrir las piernas para liberarse y cada orgasmo es un gemido
de angustia. Oigo las paredes
caer, derrumbarse sobre nosotros y la casa deshacerse en llamas. Oigo
que nos llaman desde la calle, las órdenes de trabajar, las llamadas
a las armas, pero estamos clavados al suelo y las ratas nos están
devorando. La tumba y la matriz del amor nos sepultan, la noche nos
llena las entrañas y las estrellas brillan sobre el negro lago sin
fondo. Pierdo el recuerdo de las palabras, incluso de su nombre que
pronuncié como un monomaníaco. Olvidé qué aspecto tenía, qué sensación
producía, cómo olía, mientras penetraba cada vez más profundamente
en la noche de la caverna insondable. La seguía hasta el agujero más
profundo de su ser, hasta el osario de su alma, hasta el aliento que
todavía no había expirado de sus labios. Busqué incansablemente aquella
cuyo nombre no estaba escrito en ninguna parte, penetré hasta el altar
mismo y no encontré... nada. Me enrosqué en torno a esa concha de
nada como una serpiente de anillos flameantes, me quedé inmóvil durante
seis siglos sin respirar, mientras los acontecimientos del mundo se
colaban y formaban en el fondo un viscoso lecho de moco. Vi el Dragón
agitarse y liberarse del dharma y del karma, vi a la nueva raza del
hombre cocinándose en la yema del porvenir. Vi hasta el último signo
y el último símbolo, pero no pude interpretar las expresiones de su
rostro. Sólo pude ver sus ojos brillando, enormes, luminosos, como
senos carnosos, como si yo estuviera nadando por detrás de ellos en
los efluvios eléctricos de su visión incandescente.
Henry
Miller
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