El
hombre, sobre todo, que permanece tranquilo en los reveses prueba
que sabe cuán inmensos y múltiples son los males posibles en la vida,
y no considera la desgracia del momento sino como una pequeña parte
de lo que podría ocurrir; éste es el sentimiento estoico que induce
a no ser jamás conditionis humanae oblitus (olvidadizo de la condición
humana), sino a recordar incesantemente el triste y deplorable destino
general de la existencia humana, así como el infinito número de sufrimientos
y males a que está expuesta. Para avivar este sentimiento no hay más
que echar una ojeada en torno suyo; por todas partes se tendrá pronto
ante los ojos esa lucha, esas trepidaciones, esas torturas de una
miserable existencia, desnuda e insignificante. Entonces se rebajará
el nivel de las
aspiraciones,
se aprenderá a adaptarse a todas las cosas y a todas las circunstancias
y se verá venir los desastres para aprender a eludirlos o a soportarlos.
Porque los reveses, grandes o pequeños, son el elemento de nuestra
vida. He aquí lo que se debiera tener siempre presente en el espíritu,
sin lamentarse y contorsionarse con Beresford, a causa de las miseries
of human life (miserias de la vida humana), y menos aún in pulicis
morsu Deum invocare (invocar a Dios por la picadura de una pulga).
Es preciso llevar tan lejos la prudencia en prevenir y apartar las
desgracias ya provengan de los hombres, ya de las cosas, y perfeccionarse
tanto en este arte que, como un astuto zorro, se logre evitar con
habilidad todo accidente (éstos no son las más veces sino torpezas
disfrazadas) pequeño o grande.
La principal razón por la que un acontecimiento desgraciado es menos
duro de soportar cuando lo hemos considerado de antemano como posible
y hemos tomado nuestro partido, como se suele decir, esa razón debe
de ser la siguiente: cuando pensamos con tranquilidad en una desgracia
antes de que llegue, como en una simple posibilidad, percibimos claramente
su extensión por todos lados y tenemos entonces la noción de ella
como de algo acabado y fácil de abarcar de una mirada: de modo que,
cuando llega efectivamente, no puede hacer sentir más peso del que
tiene en realidad. Si, por el contrario, no hemos tomado esas precauciones,
si nos sobrecoge sin preparación la desgracia, el entendimiento, asustado,
no puede medir exactamente su extensión desde luego, ni la puede ver
de una sola mirada, por lo que es inducido a considerarla como inconmensurable
o, al menos, mucho mayor de lo que realmente es. Así es como la oscuridad
y la incertidumbre abultan todo peligro. Agreguemos que, ciertamente,
al considerar de antemano una desgracia como posible, hemos meditado
a la vez sobre los motivos que tendremos para consolarnos y los medios
de remediarla o, por lo menos, nos hemos familiarizado con su visión.
Pero nada nos haría soportar con más tranquilidad las desgracias que
la firme convicción de la verdad, que yo senté firmemente en mi obra
laureada sobre E1 libre albedrío; la enuncié en estos términos: Todo
lo que ocurre, desde lo más grande a lo más pequeño, ocurre necesariamente.
Porque el hombre aprende pronto a resignarse a lo que es inevitablemente
necesario, y el conocimiento del precepto precedente le hace considerar
todos los acontecimientos, hasta los determinados por los más extraños
azares, tan necesarios como los que son derivados de las leyes más
conocidas y se acoplan alas previsiones más exactas. Remito al lector
a lo que ya he dicho (véase El mundo como voluntad y representación)
sobre la influencia calmante que ejerce la noción de lo necesario
y lo inevitable. Todo hombre que se penetre de ella comenzará por
hacer bravamente lo que pueda, y después sufrirá bravamente lo que
deba sufrir.
Podemos considerar los pequeños accidentes que vienen a vejarnos a
cada momento como destinados a tenernos alerta, a fin de que la fuerza
necesaria no se afloje en los días felices. Cuanto a las menudas molestias
cotidianas, a los ligeros rozamientos en el trato entre los hombres,
a los choques insignificantes, a las inconveniencias, las murmuraciones
y otras cosas semejantes, hay que estar acorazado para ellas, es decir,
no sólo no tomarlas a pecho y no rumiarlas, sino ni aun sentirlas
siquiera; no nos dejemos impresionar por todo eso, rechacémoslo con
el pie como los guijarros con que tropezamos en el camino, y no hagamos
de ello jamás un objeto íntimo de reflexión y de meditación.
Arthur
Schopenhauer

Asombrarse
de todo es idiota y es mucho más elegante no asombrarse de nada, lo
cual se considera como una señal de buen tono. Pero es poco probable
que sea así, bien analizadas las cosas. A mí me parece que es mucho
más idiota no asombrarse de nada que asombrarse de todo. Más claro:
no asombrarse de nada equivale a no apreciar nada. Por otra parte,
un imbécil no puede apreciar nada.
Fiodor
Mijailovich Dostoievsky

La
oscuridad del crepúsculo se posesionaba sigilosamente de los rincones
e iba haciendo desaparecer en la nada los colores y las cosas. El
espejo del roperito, trivial y barato, fue asumiendo la misteriosa
importancia que todos los espejos (baratos o no) asumen en la noche,
como ante la muerte todos los hombres asumen la misma misteriosa profundidad,
sean mendigos o monarcas.
Y sin embargo quería verla, todavía.
Ernesto
Sábato
"Creo
que hay que cambiar la mano de las recetas para el éxito o el triunfo...
Habría que escribir un libro útil, al alcance de todos, de instrucciones
para la derrota. Eso... Porque yo no le puedo enseñar a nadie a ganar
al ajedrez o a nada. Tendría que ser una especie de recetario del
perdedor vocacional. Porque hoy, ¿a quién le vas a enseñar a ganar?"
(...) " Hay que enseñar a perder, viejo: con altura, con elegancia,
con convicción. Hay que escribir un Dale Carnegie al revés: "Cómo
perder seguro" o "Derrótese usted mismo en los momentos libres", algo
así... Y sería un éxito, porque le hablaría a la gente de lo que conoce.
Eso necesitamos: un manual de perdedores."
Y se tomó un mate frío, olvidado sobre la mesa, como si con eso subrayara
algo de lo dicho, una verdad berreta pero suya.
Juan
Sasturain
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