Eran
alrededor de las diez y media de la noche en Gaufurt, Baviera, varias
semanas después del día de la Victoria. El sargento X estaba en su
habitación, en el segundo piso de una casa de civiles donde él y otros
nueve soldados americanos habían sido alojados ya antes del armisticio.
Estaba sentado en una silla plegable de madera, frente a un pequeño
y revuelto escritorio, tratando de leer, con enorme dificultad, una
novela de bolsillo. La dificultad estaba en él, no
en
la novela. Aunque los soldados del primer piso eran generalmente los
primeros en apoderarse de los libros que el Servicio Especial enviaba
todos los meses, siempre parecían dejarle a X el libro que él mismo
hubiera elegido. Pero era un joven que no había salido de la guerra
con todas sus facultades intactas; hacía más de una hora que leía
cada párrafo tres veces, y ahora estaba haciendo lo mismo frase por
frase. De pronto cerró el libro, sin señalar la página. Por un instante
se protegió los ojos con la mano del duro e intenso brillo de la lámpara
desnuda que pendía sobre la mesa.
Sacó un cigarrillo del paquete que se hallaba sobre la mesa y lo prendió
con dedos que chocaban suave y constantemente entre sí. Se echó un
poco hacia atrás en su asiento y fumó sin sentir el gusto. Hacía semanas
que fumaba un cigarrillo tras otro. Le sangraban las encías a la menor
presión de la punta de la lengua, pero pocas veces dejaba de experimentarlo;
era como un juego consigo mismo, a veces durante horas y horas. Se
quedó un rato fumando y experimentando. Entonces, de pronto, en la
forma ya conocida y sin previo aviso, le pareció sentir que su mente
se desplazaba, se bamboleaba como un bulto mal asegurado en el portaequipajes
de un tren. Enseguida hizo lo que había estado haciendo durante semanas
para arreglar las cosas: se apretó fuertemente las sienes con las
manos. Durante un momento las mantuvo así. Tenía el pelo sucio y hacía
mucho tiempo que no se lo cortaba. Se lo había lavado tres o cuatro
veces durante su estancia de dos semanas en el hospital de Francfort,
pero se le había vuelto a ensuciar en el largo y polvoriento regreso
en jeep a Gaufurt. El cabo Z, que había ido a buscarlo al hospital,
aún conducía un jeep de combate, con el parabrisas abatido sobre el
capó, hubiera o no armisticio. Había millares de soldados nuevos en
Alemania. Al conducir con el parabrisas abatido al estilo de combate,
el cabo Z pretendía demostrar que él no era uno de ésos, que por nada
del mundo era él un hijo de mala madre recién llegado.
Cuando retiró las manos de la cabeza, X se puso a contemplar la mesa
del escritorio, que era una especie de receptáculo de unas dos docenas
de cartas sin abrir y por lo menos cinco o seis paquetes, también
sin abrir, dirigidos a él. Buscó detrás de los escombros y tomó un
libro que estaba contra la pared. Su autor era Goebbels y se llamaba
Die Zeit obne Beispiel. Pertenecía a la hija de la familia, una mujer
de treinta y ocho años, soltera, que hasta hace pocas semanas antes
había estado viviendo en la casa. Había sido una funcionaria subalterna
del partido nazi, pero de jerarquía suficiente, según las normas del
reglamento militar, como para entrar en la categoría de “arresto automático”.
El propio X la había arrestado. Ahora, por tercera vez desde que había
regresado del hospital ese día, abrió el libro de la mujer y leyó
la breve anotación en la primera página. Escritas en tinta, en alemán,
con una letra pequeña e irremisiblemente sincera, se leían las palabras:
“Santo Dios, la vida es un infierno”. Nada más, ni antes ni después.
Solas en la página, y en la enfermiza quietud de la habitación, las
palabras parecían adquirir dimensiones de una declaración irrefutable
y hasta clásica. X contempló la página durante varios minutos, tratando
a duras penas de no dejarse engañar. Entonces, con un celo mayor del
que había puesto en cualquier otra cosa durante semanas, tomó un lápiz
y escribió debajo de la anotación, en inglés: “Padres y maestros,
yo me pregunto: ¿Qué es el infierno? Sostengo que es el sufrimiento
de no poder amar”. Empezó a escribir debajo el nombre de Dostoievski,
pero vio – con un temor que le recorrió todo el cuerpo – que lo que
había escrito era casi totalmente ilegible. Cerró el libro.
J.D.
Salinger
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