Alejandra
lo miró asombrada porque Martín todavía tuviese ánimo para reírse.
Pero al verle las lágrimas seguramente comprendió que aquello que
había estado oyendo no era risa sino (como sostenía Bruno) ese raro
sonido que en ciertos seres humanos se produce en ocasiones muy insólitas
y que, acaso por precariedad de la lengua, uno se empeña en clasificar
como risa o como llanto; porque es el resultado de una combinación
monstruosa de hechos suficientemente dolorosos como para producir
el llanto (y aun el desconsolado llanto) y de acontecimientos lo bastante
grotescos como para querer transformarlo en risa. Resulta así una
especie de manifestación híbrida y terrible, acaso la más terrible
que un ser humano pueda dar; y quizá la más difícil de consolar, por
la intrincada mezcla que la provoca. Sintiendo muchas veces uno ante
ella el mismo y contradictorio sentimiento que experimentamos ante
ciertos jorobados o rengos. Los dolores de Martín se habían ido acumulando
uno a uno sobre sus espaldas de niño, como una carga creciente y desproporcionada
(y también grotesca), de modo que él sentía que debía moverse con
cuidado, caminando siempre como un equilibrista que tuviera que atravesar
un abismo sobre un alambre, pero con una carga grosera y maloliente,
como si llevara enormes fardos de basura y excrementos, y monos chillones,
pequeños payasos vociferantes y movedizos, que mientras él concentraba
toda su atención en atravesar el abismo sin caerse, el abismo negro
de su existencia, le gritaban cosas hirientes, se mofaban de él y
armaban allá
arriba,
sobre los fardos de basura y excrementos, una infernal algarabía de
insultos y sarcasmos. Espectáculo que (a su juicio) debía despertar
en los espectadores una mezcla de pena y de enorme y monstruoso regocijo,
tan tragicómico era; motivo por el cual no se consideraba con derechos
a abandonarse al simple llanto, ni aun ante un ser como Alejandra,
un ser que parecía haber estado esperando durante un siglo, y pensaba
que tenía el deber, el deber casi profesional de un payaso a quien
le ha ocurrido la mayor desgracia, de convertir aquel llanto en una
mueca de risa. Pero, sin embargo, a medida que había ido confesando
aquellas pocas palabras claves a Alejandra, sentía como una liberación
y por un instante pensó que su mueca risible podía por fin convertirse
en un enorme, convulsivo y tierno llanto; derrumbándose sobre ella
como si por fin hubiese logrado atravesar el abismo. Y así lo hubiera
hecho, así lo hubiera querido hacer, Dios mío, pero no lo hizo: sino
que apenas inclinó su cabeza sobre el pecho, dándose vuelta para ocultar
sus lágrimas.
Ernesto
Sábato

Cuando
decidido definitivamente a pasar la velada en casa, cuando se ha puesto
la chaqueta más cómoda, se ha sentado después de la cena frente a
la mesa iluminada, y comenzado algún trabajo o algún juego, después
del cual podrá irse definitivamente a la cama, como de costumbre;
cuando afuera hace mal tiempo, y quedarse en casa parece lo más natural;
cuando ya hace tanto tiempo que se está sentado junto a la mesa que
el mero hecho de salir provocaría la sorpresa general; ciando además
el vestíbulo está a oscuras y la puerta de calle con cerrojo; y cuando
a pesar de todo uno se levanta, presa de repentina inquietud, se quita
la chaqueta, se viste con ropa de calle, explica que se ve obligado
a salir, y después de una breve despedida sale, cerrando con mayor
o menor estrépito la puerta de calle; cuando se está en la calle,
y se ve que los miembros responden con singular agilidad a esa inesperada
libertad que se les ha concedido; cuando gracias a esta decisión se
siente reunidas en sí todas las posibilidades de decisión; cuando
se comprende con más claridad que de costumbre que tiene más poder
que necesidad de provocar y soportar con facilidad los más rápidos
cambios, y cuando se recorre así las largas calles; entonces, por
una noche, al separarse completamente de la familia, se desvanece
en la nada, uno se convierte en una silueta vigorosa, de atrevidos
y negros trazos, que golpea los muslos con la mano, y se adquiere
la verdadera imagen y estatura.
Todo esto resulta más decisivo aún si a estas altas horas de la noche
se decide ir a casa de un amigo, para ver cómo está.
Franz
Kafka

La
primera vez que un pianista interrumpió su ejecución para pasar los
dedos por las curdas como si fuera un arpa, o golpeó en la caja para
marcar un ritmo o una censura, volaron los zapatos al escenario; ahora
los jóvenes se asombrarían si los usos sonoros de un piano se limitaran
a su teclado. ¿Y los libros, esos fósiles necesitados de una implacable
gerontología, y esos ideólogos de izquierda emperrados en un ideal
poco menos que monástico de vida privada y pública, y los de derecha
inconmovibles en su desprecio por millones de desposeídos y alienados?
Hombre nuevo, si: qué lejos estás, Karlheinz, Stockhausen, modernísimo
músico metiendo un piano nostálgico en plena irisación electrónica;
no es un reproche, te lo digo desde mí mismo, desde el sillón de un
compañero de ruta. También vos tenés el problema del puente, tenés
que encontrar la manera de decir inteligiblemente, cuando quizá tu
técnica y tu más instalada realidad la están reclamando la quema del
piano y su reemplazo por algún otro filtro electrónico (hipótesis
de trabajo, porque no se trata de destruir por destruir, a lo mejor
el piano le sirve a Stockhausen tan bien o mejor que los medios electrónicos,
pero creo que nos entendemos). Entonces el puente, claro. ¿Cómo tender
el puente, y en qué medida va a servir de algo tenderlo? La praxis
intelectual (sic) de los socialismos estancados exige puente total;
yo escribo y tiendo el puente a un nivel legible. ¿Y si no soy legible,
viejo, si no hay lector y ergo no hay puente? Porque un puente, aunque
se tenga el deseo de tenderlo y toda obra sea un puente hacia y desde
algo, no es verdaderamente puente mientras los hombres no lo crucen.
Un puente es un hombre cruzando un puente, che.
Una
de las soluciones: poner un piano en ese puente, y entonces habrá
cruce. La otra: tender de todas maneras el puente y dejarlo ahí; de
esa niña que mama en brazos de su madre echará a andar algún día una
mujer que cruzará sola el puente, llevando a lo mejor en brazos a
una niña que mama de su pecho. Y ya no hará falta un piano, lo mismo
habrá puente, habrá gente cruzándolo. Pero andá a decirle eso a tanto
satisfecho ingeniero de puentes y caminos y planes quinquenales.
Julio Cortázar
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